sábado, 30 de marzo de 2013

Me gustaría soñar con portazos para así despertarme de golpe cada vez que te vas en mis sueños. Pero nunca lo haces, en ellos nunca das un portazo sino que dejas la puerta abierta y soy yo el que tiene que cerrarla. Lo hago despacio, como tratando de no hacer ruido. Tú bajas la escalera y yo trato de no pisar tus pisadas alejándose. Trato de escucharte por última vez. Luego me quedo en el suelo llorando, me cuesta respirar y hay como un ejército de látigos golpeándome la garganta. Qué he hecho. Me digo. En voz alta. Una y otra vez. Qué he hecho. Qué he hecho. Qué he… Hasta que poco a poco me voy despertando. En la cama. Sudado. Empapado por una tristeza que es como una derrota sostenida en el tiempo, perenne y asumida. Calado hasta la última calada del primer piti que me suelo hacer y encender todavía en la cama. Respiro el humo mientras te echo de menos por un portazo de distancia. El que no diste. No se me pasa hasta que tomo un café. Sí. Tanto alcohol de noche, y al final uno aprende que en la rehabilitación no hay nada mejor que despertarte sin resaca, pegarte un chute de cafeína caliente, y dejar en la ducha el olor solitario de la almohada. Y aun así, cada noche otra vez, y van pasando las mañanas. Ni siquiera sabes lo que fumas cuando vuelves a casa, vas con ese trago en el que asimilas los nudos y te los aprietas a modo de corbata mientras sueñas con sogas y arneses.

No hay comentarios: